Disfrutando de nuevo con McEnroe

Ayer tuvimos la oportunidad de ver una vez más, en Bilbao (en la sala Fever, o Santana, en Bolueta) a nuestros adorados MCENROE, que, como siempre, ante una parroquia entregada lo dieron todo y nos asombraron con su cancionero inimitable y con una calidad en la ejecución estupenda que, con el paso de los años, han ido adquiriendo como músicos.

Hicieron un exhaustivo repaso a «Rugen las flores», su último disco, pero hubo tiempo para rescatar otras cimas musicales de discos anteriores, como «Tormentas», «Las mareas», «La cara Noroeste», «Jazz»…

Abundaron los momentos emocionantes marca de la casa, pero todo se desbordó cuando tocaron el que quizá es tema insignia del grupo y, no falla, el más solicitado por el público; su balada más romántica, cadenciosa y entregada, la más comprometida y confesional para el que la escribe, la de tempo más lento y, desde luego, una de las más difíciles de verles tocar en concierto. Sí, claro que hablamos de «El alce». Y con la alucinante intro de la guitarra espacial de Gonzalo Eizaga, la cancionaca fue elnovamás. Silencio cuasireligioso en la sala, emoción a flor de piel, la concurrencia cantando por lo baijinis para no competir con la sentida y tan personal voz de Ricardo, mucha gente casi traspuesta mirado al techo y dejándose llevar por la music…, en fin, esa magia intimista y casi de recogimiento que solo MCENROE saben crear a partir de los inspiradísimos versos compuestos por Ricardo Lezón y del ambiente sonoro creado esos fenomenales músicos (Edu, Jaime Gon y Pablo) que con sus instrumentos recrean y realzan con precisión y manifiesta complicidad esas inconfundibles melodías, envolventes y ensoñadoras, que nacen de la guitarra de Ricardo, melodías geniales y sólo aparentemente sencillas que sus amigos de la banda hacen más grandes, profundas y poderosas.

«Ahora sé que hubo un día en que todo terminó (…)
Pensaste en algún momento lo que sentiría yo (…)
Por lo que yo luchaba, a otro se lo regalabas.
Dicen que los indios que el alce nunca aprendió a llorar,
por eso embiste a los árboles para descargar
toda la furia y la rabia que no le deja vivir,
toda la furia y la pena que no me deja olvidar.
Si al despertarte tal vez hubo un segundo de compasión
para este imbécil que escribía canciones de amor
en las servilletas de cafeterías desiertas….»